Publicado en Actualidad Económica, abril 2015. Miguel A. Albaladejo, socio de DIKEI ABOGADOS.
Todos los que nos movemos en los ámbitos económicos, empresarios, abogados, funcionarios, sabemos de la existencia de un conjunto de actividades oscuras que sólo pueden calificarse como extorsiones. Se manifiestan casi siempre mediante contactos sutiles, citas aparentemente profesionales, encuentros casuales, mensajes transmitidos a través de conocidos. Pueden tener como urdimbre algún hecho, fortuito o no, real o inventado, relacionado con actividades económicas, políticas o sociales, pero siempre susceptible de ser interpretado maliciosamente. Naturalmente, también puede partir del conocimiento de una infracción administrativa o penal no regularizada o enjuiciada. Siempre se presume que su afloramiento ante la opinión pública debería provocar en el sujeto pasivo su afrenta, cuando no directamente su condena judicial o social.
Pero la actividad no va encaminada a restablecer el orden, sino al propio lucro. Eso se llama en la calle chantaje o extorsión y está tipificado como delito de amenazas en los artículos 169 y 171 del Código Penal. Aunque esas actividades han existido siempre, lo llamativo y objeto de nuestra denuncia es cuando emanan de entidades aparentemente honorables, incluso altruistas, insertas en el día a día del hacer social, medios de comunicación, boletines aparentemente confidenciales, de distribución restringida o libre acceso, entidades asociativas de fines teóricamente institucionales, ya se autocalifiquen de sindicatos, patronales, asociaciones de consumidores, de usuarios, de hermandades profesionales, asociaciones culturales o ligas deportivas.
Es indudable que en una proporción razonable de supuestos, bastará disponer de la información confidencial y afrentosa para poder ejercer el chantaje, sin condición previa, a pecho descubierto, pero existe un riesgo mayor que si se hace oculto tras un hábito de penitente. Por ello, el que llamaríamos sector organizado, parte de disponer de dicho hábito y de una previamente bien ganada fama de vengadores indomables. Es esencial causar pavor en la víctima, porque el resultado siempre es una cifra no inferior a los seis dígitos.
Para ello, uno de los principales instrumentos de que se han valido muchos de estos profesionales del sector ha sido la peligrosa arma escondida en nuestra constitución e instrumentalizada en la norma procesal penal que es la acción popular. Esta acción, incorporada por la progresía de la transición, ha devenido en un laser en manos de un hooligan tras la portería, objeto hoy de críticas acervas por cualquier profesional respetado del foro español, sea juez, fiscal o letrado. Pero también puede ocurrir con una publicación escondida en las nubes de internet o en periódicos mensajes confidenciales desveladores de secretos inconfesables. La publicidad de los medios, los programas sin más interés que el escándalo, se alcance por una u otra vía, se convierte en el arma criminal.
Si nos preguntamos por qué no se denuncian estas conductas, la respuesta inmediata es evidente, se producen con el sigilo y cautela propios de los profesionales. Tanto la enorme dificultad de su prueba, como el razonable temor de la tacha social –siempre se teme el juicio del algo habrá hecho- atenazan al sujeto. Por eso, se hace imprescindible una actuación de las instancias públicas, desde la fiscalía a la Agencia Tributaria para poner fin al negocio, al menos en la escala que parece alcanzar en la actualidad en España. Cómo es posible que no exista una mínima investigación de la autoridad fiscal sobre la financiación de entidades sin aparentes ingresos, incluso reiteradamente condenadas en costas por sus temerarias acusaciones, cuyos directivos se trasladan en limusina de lobby en lobby de hoteles de cinco estrellas, haciendo declaraciones a las televisiones entre cita y cita “de negocios”. Cómo no se pone coto razonable al ejercicio de las acciones populares mediante la sanción severa de su ejercicio temerario. Nos hemos preguntado si estas actividades florecen y no se enfrentan porque nutren la basura mediática que las protege. Estoy harto de ver en medios honorables comparecer a conocidos capos para ser entrevistados por periodistas de fuste con aparente desconocimiento de su actividad subyacente.
Hay que poner fin a todo esto. Conozco personalmente varios casos de tentativas de extorsión cuyas víctimas no tendrían el menor inconveniente en sumar su testimonio y relatar los detalles de las acciones que derivaron de su negativa a aceptar el chantaje en cualquier investigación que se abra al efecto.
No es de público conocimiento el mecanismo de convicción judicial en materia criminal. Debería conocerse mejor el hecho de que muchas condenas penales se basan tan sólo en indicios fundados de conductas de las que no hay pruebas plenas y evidentes. El crimen no se suele cometer con luz y taquígrafos. Si el juez llega al convencimiento de la existencia de una conducta criminal por medios de múltiples o fundados indicios racionales de su existencia, el juez condena. Por ello, una investigación policial o judicial que incluya declaraciones y testimonios de víctimas, debería conducir a desmontar las estructuras chantajistas que en la actualidad campan por sus respetos a lo largo y ancho de las Españas.